¿Cómo voy a narrar yo mi experiencia en una escuela rural en dos folios?
1962, veintiséis años de entonces, educada en colegio, auténtica señorita, número cinco en la última oposición para plaza en propiedad de la provincia de Zaragoza con opción a todo el Estado. Miembro de una familia numerosa, católica, seguidora del Evangelio de Jesús.
“Guipúzcoa es pequeña, el pueblo más chiquitín estará cerca de uno grande y bien comunicado. Allí no hay distancias”, decía mi padre. Y bueno, me dieron la plaza: ‘Albiztur – Santa Marina’. Santa Marina no era el nombre de un grupo escolar, sino que era un barrio. Albiztur está entre Tolosa y Azpeitia, Santa Marina a seis kilómetros por la carretera principal y otros tres por otra carreterita, siempre a la izquierda, entre bosques y claros. Es el paraíso para unos y el culo del mundo para otros.
Yo no había oído nunca euskera y ellos no sabían castellano, pero nos entendíamos.
Estrené escuela y casa de la maestra sin permiso gubernamental (aún no ha ido ningún personaje oficial a inaugurarla). Se clausuró hace muchos años.
Enseñé todo lo que sabía. Mi material: tiza blanca y de colores, cuerdas, palos, libros, cuentos, diccionarios… Ganas enormes de dar y de recibir, a partes iguales, de la maestra y de los niños.
De la naturaleza, como maestra de la vida, habían aprendido mis niños desde que abrieron los ojos, porque vivían inmersos en ella.
Juan llegaba siempre tarde. Tenía media hora de camino desde el caserío hasta la escuela, pero es que se entretenía y me traía fresas silvestres o moras insertadas en una hierba u hongos; ¿no serán venenosos? No, yo ya sé… Movimiento de cabeza, aseveración total.
La jornada escolar se pasaba volando. Algunos no se querían ir aún y cantábamos o jugábamos junto a la iglesia. Pero luego tenían que volver al caserío para llevar las vacas al hierbal, ayudar en la huerta o con los otros animales. Y yo caminaba los tres kilómetros hasta el cruce con la carretera principal, allí había una venta ‘Santutxo’ (aún sigue abierta), me tomaba un cafecito, charlaba con la ventera y volvía. Enseguida anochecía pero me acompañaba mi perro ‘Moreno’, un pastor alemán. Me lo regaló Juan cuando me instalé en la casa de la maestra y que les tuve que devolver cuando me marché. Mal se hubiera visto el que hubiese querido asustarme en aquella soledad.
Los domingos venían todos a oír la Misa y a la salida, tomaban un caldito ‘yalda’ y querían hablar conmigo. Me preguntaban mil cosas, querían saberlo todo. Pero hablábamos como los indios de las películas americanas, los verbos en infinitivos, sin artículos, vocabulario limitadísimo para que me pudieran entender… Yo aprendía vocabulario euskaldun. La misa, los saludos, las oraciones, todo era en euskera.
La luz eléctrica alumbraba menos que una vela. Yo tenía una radio de pilas y les gustaba que les explicara lo que decía porque ellos no entendían.
Durante el curso me visitó mi madre, mis hermanos Marisa y Manolo y dos amigas, Mercedes y María Pilar. Ellos disfrutaron de la hospitalidad y de todos los obsequios, guisos exquisitos que traían para que saboreáramos a placer la cocina euskaldun. Yo me di y ellos me dieron.
Había dos ancianas, una en cama y la otra que no se movía de la sillita junto a la puerta del caserío. Yo iba, estaba un ratico con ellas, les contaba lo que hacían sus nietos. ¿Me entendían? Sonreían y me decían “eskerrik asko, bihar arte” (gracias, hasta mañana). Yo volvía.
Y vuelvo, no vivo lejos. Me quedé en Tolosa, me casé con un vasco.
Estuve un curso, pero se quedaron algo de mí. Ahora hay un restaurante precioso y casa rural propiedad de la viuda y de los hijos de otro alumno querido, José Mari. Y según quién recibe mi llamada para reservar mesa, cuando llego, la tarjetita de reserva pone “Maestra”.